
No tengo ni norte ni sur, sigo buscando mi identidad en los cajones llenos de recuerdos y vacíos de esperanza. A veces escapo fatigada de mis soledades, de mis fantasmas, y otras me dejo arrullar en sus brazos y bebo de su seno la leche caliente del olvido, y es entonces cuando una lágrima salta de mis ojos y escurre por mis mejillas. En mi nariz está mi pasado oculto, la historia no escrita de mi familia. Mi alma se esconde en la punta del dedo gordo de mi pie derecho, si me lo cortan me la amputan; he ahí mi glándula pineal. No soy mas que el “hombre de platón” que arrojara Diógenes a los pies de la escalera. Si me pierdo en los rincones oscuros de mis pensamientos, me quedo sentada y lloro un poquito, pero solo un poquito y en silencio, y espero, paciente, que alguien me venga a buscar. A veces, de noche, dejo entrar al diablo en mi cuarto, para que se entretenga contándome cuentos y me inflame el pecho con sus fuegos, y otras es un ángel el que me acaricia la cabeza, me arrulla y me protege en sueños. Son las musas las que soplan en mi oído los cantos de la vida y la muerte, las que me dictan las palabras, las que marcan mis pasos. Y el viento, mi eterno amante, me acaricia en las noches de verano, cuando la luna sale a espiarnos, pálida de envidia. De vez en cuando alguien pasa, mete la mano en mi pecho y come mi corazón, por eso últimamente, prefiero dejarlo guardado en una caja de cristal debajo de mi cama.