viernes, 7 de septiembre de 2012

Era la confusión, el desorden, una forma distinta pero peor de la muerte.


El obsceno pájaro de la noche.
Jerónimo no mató. Siguió viviendo casi —casi— como antes. Era uno de los hombres más envidiados del país. Envidiado porque después del luto por su mujer, muy pocas personas recordaban la existencia de Boy, su hijo que vivía en la Rinconada, un fundo remoto donde Jerónimo nunca iba, ocupándose, sin embargo, de rodearlo allí de todas las comodidades que un hijo suyo podía —y debía— necesitar. No es raro que el recuerdo de Boy se borrara de la memoria de la gente. El tiempo, claro, fue un factor importante, pero no el único decisivo. La gente olvidó a Boy porque resultaba tanto más cómodo hacerlo. Acordarse de él hubiera ido reconocer que un hombre tan dotado de armonía como Jerónimo, que representaba con tanta altura lo mejor de todos ellos, puede contener la semilla de lo monstruoso y entonces la convivencia amistosa con el senador resultaría no sólo inquietante sino terrible. Al fin y al cabo nadie salvo ese secretario había visto a Boy. ¿Quién tenía pruebas de su existencia? Era más fácil pensar en la incongruencia de que este paradigma de caballeros hubiera engendrado un hijo deforme, y de ahí pasar a decirse que Boy, con seguridad, constituía una de esas leyendas negras que por último es natural que la envidia haga surgir alrededor de los personajes ilustres.
José Donoso