sábado, 30 de mayo de 2015

Hasta el hijo de un Dios, una vez que la vio, se fue con ella.


Ellos III
Me he pasado la vida entre las damas de la noche. Quien las critica no las conoce. Hay más solidaridad en una velada interminable de música y alcoholes que en un acto de caridad entre damas de alcurnia que tasajean con la mirada el vestido de la recién llegada o los zapatos en desuso de la compañera caída en desgracia.
Mi verdadero hogar son esas horas entre las dos y las cinco de la mañana, cuando el borracho te dice que eres su hermano y la puta vieja te trata con el cariño que nunca te dio la tía que deseabas. Hay hombres y mujeres que tenemos alma de burdel. No es la bebida ni el sexo; tampoco la iluminación mortecina o la música de mal gusto. Esos son solo datos escenográficos, el ecosistema donde prospera nuestra especie, el lugar en que habitamos con otros miembros de esa familia en la que no se acostumbran los reproches por cantar desafinado o caminar a trompicones.
Hay quienes viven para el fútbol o para el golf, para satisfacer al cura o dar gusto a su padre; hombres y mujeres anodinos que cumplen a rajatabla las rutinas del día con la rigurosidad monótona del que da lustre a los barrotes de su celda. Seres humanos convertidos en uno más de los animales domésticos de casa.
Yo digo que hay más espontaneidad en un antro de mala muerte que en esas vidas deslactosadas, comprimidas por el reloj de afuera y la cobardía de adentro.
Los hombres a quienes nos gusta la bohemia lo tenemos fácil. Nada impide dedicarnos a nuestra pasión tres o cuatro noches por semana, más allá de los reproches que hace tiempo dejamos de oír.
Las mujeres bohemias, en cambio, lo tienen más difícil: a ellas les llaman putas. El único pecado de estas damas es pertenecer a nuestra especie. Animales de la noche, flores nocturnas que solo se abren al compás de un piano desafinado y al destello intermitente de las luces de neón.
Me dirán que estoy romantizando. Quizá; tantos años de boleros y todo el repertorio de Agustín Lara no han sido en balde.
Y sin embargo, las hembras más admirables que he conocido proceden de este mundo huérfano de sol. Los nombres más amados nunca fueron reales: Amarilda, Zéfira y Zulma eranmotes artísticos pero las mujeres que los portaban eran más auténticas que Patricia, Marta y Susanita, los esperpentos de la vida diurna con quienes alguna vez pretendí emparejarme.
Amarilda era la luna; pálida y brillante, generosa en sus redondeces. El sarcasmo en la punta de la lengua, los ojos dadivosos y la mano presta para la caricia oportuna. La misma habilidad para bajar los humos a un gallito encrespado que para levantar el ánimo de un parroquiano abatido. Murió hace años, luego de un aborto mal cuidado.
De Zéfira siempre recuerdo elescote abismal y la dureza del seno en tiempos previos al silicón. La mejor de las compañeras en una mesa de juerga. Un hígado galvanizado y la voz ronca y afinada hacían de toda velada un largo homenaje a José Alfredo Jiménez. Hermosa e inolvidable. Hace dos años la vi una madrugada ofreciéndose en una calle de Tepito. Preferí no acercarme; contrajo el sida hace tiempo. Me dio gusto que siguiera viva.
Zulma podía haber sido psiquiatra. Hablaba muy poco, no cantaba y pocas veces se levantaba a bailar. No obstante, por alguna razón era la preferida de todo cliente cuando había que desahogar las penas. Enfundada en su vestido blanco de bolitas negras y con los labios delgados pintados de rojo carmesí, te tomaba de la mano y te escuchaba sin pestañear, como si estuvieras en una burbuja o en un confesionario. Tenía una sabiduría innata para saber si luego del desahogo requerías una caricia de novia parvularia o un apretón en la verga. Luego supe que un hombre la mató a golpes no hace mucho.
Mujeres admirables las damas de la noche. Aunque ahora que lo pienso, no me explico por qué siempre acaban tan mal.
C. S. Líder del sindicato
ferrocarrilero. Senador de la República

Jorge Zepeda Patterson. Milena o el fémur más bello del mundo.