El obsceno pájaro de la noche.
Jerónimo no mató. Siguió viviendo
casi —casi— como antes. Era
uno de los hombres más envidiados del país. Envidiado porque
después del luto por su mujer, muy pocas personas recordaban la
existencia de Boy, su hijo que vivía en la Rinconada, un fundo
remoto donde Jerónimo nunca iba, ocupándose, sin embargo, de
rodearlo allí de todas las comodidades que un hijo suyo podía —y
debía— necesitar. No es raro que el recuerdo de Boy se borrara de
la memoria de la gente. El tiempo, claro, fue un factor importante,
pero no el único decisivo. La gente olvidó a Boy porque resultaba
tanto más cómodo hacerlo. Acordarse de él hubiera ido reconocer
que un hombre tan dotado de armonía como Jerónimo, que representaba
con tanta altura lo mejor de todos ellos, puede contener la semilla
de lo monstruoso y entonces la convivencia amistosa con el senador
resultaría no sólo inquietante sino terrible. Al fin y al cabo
nadie salvo ese secretario había visto a Boy. ¿Quién tenía
pruebas de su existencia? Era más fácil pensar en la incongruencia
de que este paradigma de caballeros hubiera engendrado un hijo
deforme, y de ahí pasar a decirse que Boy, con seguridad, constituía
una de esas leyendas negras que por último es natural que la envidia
haga surgir alrededor de los personajes ilustres.
José
Donoso