lunes, 19 de noviembre de 2012

Como descifrar signos sin ser sabio competente.


Parecerse más a uno mismo. 

A medida que uno se va poniendo grande, se va pareciendo cada vez más a sí mismo. Mi viejo, un pibe pobre de pueblo, cabecita negra de la provincia de Buenos Aires, huyó apenas pudo de una casa violenta. Conoció a una chica universitaria en la capital de la provincia más cercana y enseguida se fue a Alemania a vivir una aventura de hippies. Como autodidacta aprendió lo que no le enseñaron en la escuela primaria, su único paso por la educación formal. Y después de conocer el mundo, a base de manos que no sabía leer y artesanías de cuero que no sabía trabajar, volvió a buscar a esa chica, a aquella capital lejana.
De grande ya no pasaba hambre, pero seguía manteniendo vicios de pobre con plata. Cada vez que paraba en una verdulería compraba un cajón de fruta de estación. Manzanas, naranjas o duraznos. Siempre un cajón. No había estómagos en el mundo que fueran capaces de terminarlo antes de que la fruta empezara a pudrirse. Y sin embargo allí estaba, la siguiente vez, con un nuevo cajón, el que comíamos con la ansiedad y la resignación del que sabe, de antemano, que la batalla está perdida.
A la hora del desayuno ponía a hervir un jarrito de leche, incluso cuando ya existía el microondas, y siempre, indefectiblemente se le rebalsaba. Entones salia a la calle helada, ponía el jarro, caliente y chorreado, arriba del techo del auto y lo prendía para que fuera calentándose el motor, mientras que la leche, temblando con los estertores mecánicos, se entibiaba en el frío de la madrugada pampeana.
Ya mayor recuperó, de alguna forma, aquella vida que había decidido abandonar a los 16 años. Encontró una mujer de barrio, humilde y sin estudios que lo quiso a pesar de su ceguera, su renguera y su cara de luna de cricoides. Y le dio un hijo para saborear en los últimos años que le quedaban de vida. A ella la salvó, como no pudo hacer con su madre, del infierno de un matrimonio violento, y crió a sus hijas con el amor que se tiene a la propia sangre.
Mi madre era la “niña bien” del pueblo, aunque decir “bien” en esa época y ese lugar no era decir demasiado. La diferencia entre ella y las niñas que vivían del otro lado de la vía era, como mucho, mandar a pedir bacalao salado para la cuaresma, o atender a un curso de dibujo por carta. Pero el baño único por semana con agua hervida en un fuenton de chapa y los sabañones que salían por el frío, eran los mismos de este o el otro lado del paso del tren.
Malcriada y rebelde se fue a estudiar una lengua muerta al corazón de La Pampa. Y se casó con un tipo que volvió un día disfrazado de hippie de Alemania. Aquel muchacho, que supo afeitarse la barba a tiempo y que no había estudiado pero tenía más erudición que un sabio, la llevó a vivir a un palacio en ruinas. Donde, de noche el salón se iluminaba con las almas y las voces de los muchos comensales que asistían a saborear los secretos de la receta de pizza mejor guardada. Y de día reinaba el silencio y la frescura necesarias para erigir las bases de una carrera académica brillante.
Los frutos del esfuerzo ilustrado que se sembraron entre las cuatro paredes de aquella vieja pizzería, se recogen hoy en abundancia. En las conferencias internacionales le dicen doctora y es invitada a ocupar cargos honorarios en insignes academias.
A pesar de los títulos, los viajes y la vida en las grandes capitales del mundo, la niña de pueblo sobrevive en las costumbres de esa mujer culta. Desconociendo los avances de la tecnología moderna sigue calentando el agua en una pava para lavar los platos y atando con un elástico los cierres falseados de los pantalones. A los 60 años se hizo de un novio que le hace todos los gustos y, a base de amor y anuencia, mantiene viva a la niña malcriada a despecho de sus hijos.
Yo no se que será de mi futuro con este origen tan de frontera. Nacida entre dos clases sociales, en un tiempo entre la dictadura y la democracia, y en un lugar entre el desierto y la bonanza, solo me queda explorar los confines de la existencia y habituarme a ser, cada día, ciudadana de la periferia.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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