Parecerse más a uno mismo.
A
medida que uno se va poniendo grande, se va pareciendo cada vez más
a sí mismo. Mi viejo, un pibe pobre de pueblo, cabecita negra de la
provincia de Buenos Aires, huyó apenas pudo de una casa violenta.
Conoció a una chica universitaria en la capital de la provincia más
cercana y enseguida se fue a Alemania a vivir una aventura de
hippies. Como autodidacta aprendió lo que no le enseñaron en la
escuela primaria, su único paso por la educación formal. Y después
de conocer el mundo, a base de manos que no sabía leer y artesanías
de cuero que no sabía trabajar, volvió a buscar a esa chica, a
aquella capital lejana.
De
grande ya no pasaba hambre, pero seguía manteniendo vicios de pobre
con plata. Cada vez que paraba en una verdulería compraba un cajón
de fruta de estación. Manzanas, naranjas o duraznos. Siempre un
cajón. No había estómagos en el mundo que fueran capaces de
terminarlo antes de que la fruta empezara a pudrirse. Y sin embargo
allí estaba, la siguiente vez, con un nuevo cajón, el que comíamos
con la ansiedad y la resignación del que sabe, de antemano, que la
batalla está perdida.
A la
hora del desayuno ponía a hervir un jarrito de leche, incluso cuando
ya existía el microondas, y siempre, indefectiblemente se le
rebalsaba. Entones salia a la calle helada, ponía el jarro, caliente
y chorreado, arriba del techo del auto y lo prendía para que fuera
calentándose el motor, mientras que la leche, temblando con los
estertores mecánicos, se entibiaba en el frío de la madrugada
pampeana.
Ya
mayor recuperó, de alguna forma, aquella vida que había decidido
abandonar a los 16 años. Encontró una mujer de barrio, humilde y
sin estudios que lo quiso a pesar de su ceguera, su renguera y su
cara de luna de cricoides. Y le dio un hijo para saborear en los
últimos años que le quedaban de vida. A ella la salvó, como no
pudo hacer con su madre, del infierno de un matrimonio violento, y
crió a sus hijas con el amor que se tiene a la propia sangre.
Mi
madre era la “niña bien” del pueblo, aunque decir “bien” en
esa época y ese lugar no era decir demasiado. La diferencia entre
ella y las niñas que vivían del otro lado de la vía era, como
mucho, mandar a pedir bacalao salado para la cuaresma, o atender a un
curso de dibujo por carta. Pero el baño único por semana con agua
hervida en un fuenton de chapa y los sabañones que salían por el
frío, eran los mismos de este o el otro lado del paso del tren.
Malcriada
y rebelde se fue a estudiar una lengua muerta al corazón de La
Pampa. Y se casó con un tipo que volvió un día disfrazado de
hippie de Alemania. Aquel muchacho, que supo afeitarse la barba a
tiempo y que no había estudiado pero tenía más erudición que un
sabio, la llevó a vivir a un palacio en ruinas. Donde, de noche el
salón se iluminaba con las almas y las voces de los muchos
comensales que asistían a saborear los secretos de la receta de
pizza mejor guardada. Y de día reinaba el silencio y la frescura
necesarias para erigir las bases de una carrera académica brillante.
Los
frutos del esfuerzo ilustrado que se sembraron entre las cuatro
paredes de aquella vieja pizzería, se recogen hoy en abundancia. En
las conferencias internacionales le dicen doctora y es invitada a
ocupar cargos honorarios en insignes academias.
A
pesar de los títulos, los viajes y la vida en las grandes capitales
del mundo, la niña de pueblo sobrevive en las costumbres de esa
mujer culta. Desconociendo los avances de la tecnología moderna
sigue calentando el agua en una pava para lavar los platos y atando
con un elástico los cierres falseados de los pantalones. A los 60
años se hizo de un novio que le hace todos los gustos y, a base de
amor y anuencia, mantiene viva a la niña malcriada a despecho de sus
hijos.
Yo no
se que será de mi futuro con este origen tan de frontera. Nacida
entre dos clases sociales, en un tiempo entre la dictadura y la
democracia, y en un lugar entre el desierto y la bonanza, solo me
queda explorar los confines de la existencia y habituarme a ser, cada
día, ciudadana de la periferia.
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