El hombre duplicado.
Hubo un tiempo en que las palabras eran tan
pocas que ni siquiera las teníamos para expresar algo tan simple
como Esta boca es mía, o Esa boca es tuya, y mucho menos para
preguntar Por qué tenemos las bocas juntas. A las personas de ahora
ni les pasa por la cabeza el trabajo
que costó crear estos vocablos, en primer lugar, y quién sabe si no
habrá sido, de todo, lo más difícil, fue necesario comprender que
se necesitaban, después, hubo que llegar a un consenso
sobre el significado de sus efectos inmediatos, y finalmente, tarea
que nunca acabará de completarse, imaginar las consecuencias que
podrían advenir, a medio y a largo plazo, de los dichos efectos y de
los dichos vocablos. Comparado con esto, y al contrario de lo que de
forma tan concluyente el sentido común afirmó ayer noche, la
invención de la rueda fue mera bambarria, como acabaría siéndolo
el descubrimiento de la ley de la gravitación universal simplemente
porque se le ocurrió a una manzana caer sobre la cabeza de Newton.
La rueda se inventó y ahí sigue inventada para siempre jamás, en
cuanto las palabras, esas y todas las demás, vinieron al mundo con
un destino brumoso, difuso, el de ser organizaciones fonéticas y
morfológicas de carácter eminentemente provisional, aunque,
gracias, quizá, a la aureola heredada de su auroral creación, se
empeñan en pasar, no tanto por sí mismas, sino por lo que de modo
variable van significando y representando, por inmortales,
imperecederas o eternas, según los gustos del clasificador. Esta
tendencia congénita a la que no sabrían ni podrían resistirse, se
tornó, con el transcurrir del tiempo,
en gravísimo y tal vez insoluble problema de comunicación, ya sea
la colectiva de todos, ya sea la particular de tú a tú, cómo se ha
podido confundir galgos y podencos, ovillos y madejas, usurpando las
palabras el lugar de aquello que antes, mejor o peor, pretendían
expresar, lo que acabó resultando, finalmente, te conozco mascarita,
esta atronadora algazara de latas vacías, este cortejo carnavalesco
de latones con rótulo pero sin nada dentro, o sólo, ya
desvaneciéndose, el perfume evocador de los alimentos para el cuerpo
y para el espíritu que algún día contuvieron y guardaban.
José Saramago.
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