Cien años de soledad
Fernanda era una mujer
perdida para el mundo. Había nacido y
crecido a mil kilómetros del
mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra
traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas de los
virreyes. Treinta y dos
campanarios tocaban a muerto a las seis de
la tarde. En la casa señorial embaldosada de losas
sepulcrales
jamás se conoció el sol. El aire había muerto en los cipreses del
patio, en las pálidas
colgaduras de los dormitorios, en las arcadas
rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no
tuvo hasta la
pubertad otra noticia que los melancólicos ejercicios de piano
ejecutados en
alguna casa vecina por alguien que durante años y
años se permitió el albedrío de no hacer la
siesta. En el cuarto
de su madre enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los
vitrales,
escuchaba las escalas metódicas, tenaces, descorazonadas,
y pensaba que esa música estaba en
el mundo mientras ella se
consumía tejiendo coronas de palmas fúnebres. Su madre, sudando la
calentura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo
muy niña, una noche de luna,
Fernanda vio una hermosa mujer vestida
de blanco que atravesó el jardín hacia el oratorio. Lo
que más le
inquietó de aquella visión fugaz fue que la sintió exactamente
igual a ella, como si se
hubiera visto a sí misma con veinte años
de anticipación. «Es tu bisabuela, la reina -le dijo su
madre en
las treguas de la tos-. Se murió de un mal aire que le dio al cortar
una vara de
nardos.»
Gabriel García Márquez
.
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